Un Cerro de Cuentos

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El tiempo del cerro Santa Ana es más antiguo que la ciudad de Guayaquil.

Y aunque hoy es un colorido barrio y seguramente te gusta subir sus empinadas escalinatas, imagínate que no siempre existieron las escaleras para ascenderlo tal como las hay ahora. En la época que les vamos a narrar, por ciertos lugares había que trepar por entre las piedras para llegar a las casitas que quedaban en lo alto. Era toda una aventura. En ocasiones, cuando la lluvia no dejaba de caer, se formaban verdaderos riachuelos que corrían por entre la piedra y el monte. Entonces, las casitas se prendían al cerro como con uñas y dientes. Igual se aferraban cuando el viento parecía querer arrancarlas, como si le dijeran a la naturaleza, ¡Hey, este es mi sitio! ¡Somos parte de este cerro y de aquí no vamos a salir! Y ahí si quedaron. Se lo ganaron con ese derecho que da el cariño y el tiempo. ¡Hasta se parecían al cerro las casitas de ese entonces! Con ese parecido familiar que vamos tomando las personas cuando vivimos mucho tiempo juntas y empezamos a hacer los mismos gestos y hasta lucimos semejantes. Esas casitas eran de caña y se confundían entre la piedra y el monte, como para disimular su presencia, como jugando a las escondidas, como si fueran parte del paisaje natural. Tal parecía que en ese lugar hubieran brotado y crecido como crecen las plantas y los árboles de ciruela que por aquellos años, abundaban en el cerro. De hecho algunos le llamaban, el Cerro de las Ciruelas.

Vivir en el cerro Santa Ana era vivir en la ciudad de Guayaquil y al mismo tiempo, vivir en el campo. Niños y niñas jugaban con sus mascotas que eran un perro o un gato, al igual que ayudaban a cuidar de los pollitos y los chanchos. Corrían libremente entre sus piedras y se trepaban a los árboles. Pero no era más que caía la noche, que cada quien arrancaba para su casa. Porque el cerro estaba repleto de historias de fantasmas que se les aparecían en cualquier momento, a los que se portaban mal y eran desobedientes. Pero hay quienes aseguran que eran buenas personas y sin embargo los vieron. Como cuenta don Miguel que “…el duende se presentaba y la gente lo veía… ¡Allá está,  allá está!, gritaba alguien. Entonces todos los niños salíamos corriendo y ahí se terminaba el juego.”

Pero el susto no les impedía jugar al día siguiente. ¡Cómo no iban a hacerlo si los chicos y chicas de ese tiempo eran dueños de un espacio enorme, casi infinito que eran su imaginación y su cerro! Porque además, en ese entonces, tampoco había mucha gente como ahora. La población no era tan grande y las casas tenían mucho espacio afuera para sembrar, criar animalitos, tender la ropa y que los niños y niñas del lugar jugaran y corretearan por ellos. Lo mejor era treparse a los árboles de ciruela. Subir si era posible, hasta lo más alto a donde estaban las ciruelas más maduritas, que nadie había alcanzado a tumbar. Colgarse de las ramas era muy divertido, aún a riesgo de caerse. “De una rama nos pasábamos a la otra hechos los Tarzanes y a veces, se rompían las ramas y por ahí se caían algunos” dice don Juan Culqui.

Y luego jugar a la guerra, con todo lo que pudieran echarse. Con las pepas, con la fruta madura que se aplastaba al caer sobre el adversario, con lo que hubiera al alcance. No faltaban los que se peleaban en serio y el que saliera chillando a darle quejas a la mamá. Pero las familias eran muy unidas: casi todas se conocían entre ellas y se tenían un gran respeto. Venían las madres y los hacían darse la mano a los peleones y allí mismo ¡sanseacabó! El lío se terminaba como por arte de magia. Y si las cosas se ponían difíciles, siempre había alguien que intervenía para que todo se solucionara. Por lo regular, era alguna madrina del vecindario. Madrina, vecina y comadre a la vez, cuya presencia hacía más grandes los lazos que los acercaban. Personaje que se convertía en autoridad para todo el barrio porque era la que los cuidaba cuando la mamá tenía que salir por un rato, o les enseñaba y los ponía al día con los estudios, como doña Nelly. ¡Y aún más, porque algunas de ellas los habían ayudado a venir al mundo! Porque la mayoría de los niños y niñas de esa época, nacieron allí en el cerro Santa Ana. Podía ser a mitad del día o de la noche que se escuchara: “¡Llamen a la comadre! ¡Corran que ya quiere nacer el muchacho!” Y ahí salían en disparada para buscar a doña Hortensia, a doña Luisa, a doña Guadalupe, o a cualquiera que fuera la experimentada en la que la madre confiara para que la ayudara en el parto. “Las parteras fueron las que jalaron más muchachos. Que aquí nada de maternidad, era a la criolla.” cuenta también don Miguel. A la criolla significaba que los pequeños eran recibidos y atendidos desde el instante en que venían a la vida, por las manos sabias de estas señoras experimentadas, sobre la cama de su propia casa, y respirando por primera vez, el aire del Santa Ana.

El tiempo ha pasado y nosotros hemos querido ir a visitar a esas personas que ahora son mayores, para poder contar sus historias. Nos metimos por ese laberinto de calles de piedra y muchas casas llenas de gente que ahora son los habitantes del cerro. Nos abrieron sus puertas, conocimos sus hogares y a unos seres muy especiales: Los abuelos de Cerro Santa Ana. ¡Ellos sí que saben de los tiempos de antes!

Don Julio, por ejemplo, fue uno de los primeros amigos que hicimos. Tiene una casa construida por él mismo, encima de un lugar que se llama “La Piedra del Amor” y ahí vive con su esposa. Cuenta que en esa piedra se reunían los jóvenes a mirar la luna y declararse su amor. A don Julio le gusta escribir poemas.

Doña Esmeralda, es otra señora que nos recibe con una alegría que puede verse en sus ojos mientras le van llegando los recuerdos y nos cuenta sus historias de antaño. “Ahora la vida ha cambiado bastante ¡Bastantísimo!”, dice ella.

Don Miguel, interviene también para contarnos sobre el tiempo pasado… “Es que en antes, cuando éramos niños, para que nosotros no nos enfermáramos, nos hacían tomar leche de chiva. Nos cogían nuestras abuelas “¡Toma, toma!” y había que tomar, aunque no te gustara.”

Luego hablan don Bolívar, doña Nelly y algunos otros, que poco a poco nos han ido llevando en este paseo por sus recuerdos.

Este libro es un homenaje a estos personajes, que ahora son los abuelos del cerro Santa Ana. Que crecieron en él y se volvieron hombres y mujeres con ese conocimiento de la vida que da el paso del tiempo. Lo que les enseñó a apreciar que así como las piedras del Santa Ana, alguna tarde de juego lastimaron sus rodillas, ellas mismas los acogieron, les dieron momentos felices y un lugar para construir sus familias y sus casas.

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